La
 posmodernidad cambió el rostro de la teoría moderna porque planteó una 
sociedad construida a la carta, en la cual los individuos tienen la 
opción de construir su personalidad con una amplia selección de 
ideologías, religiones, hábitos alimenticios, inserción a grupos 
sociales diversos, y un largo etcétera. Esa fase del individualismo, 
evidentemente, no supone un compromiso con las opciones de nuestra 
elección, al contrario, podemos renunciar a ellas y cambiar por completo
 nuestro discurso; lo anterior ocasionó una homologación del lenguaje, 
sin embargo, las fronteras lingüísticas, los localismos y las palabras 
que distinguen a una región, se perdieron como fuente de riqueza 
literaria.
Así, las novelas ya no reflejan el espíritu de una comunidad, sino 
pareciera que una obra literaria podría ocurrir en Buenos Aires, México o
 Colombia, sin que distingamos una ciudad de otra. Esa situación traería
 consigo una estandarización de las novelas producidas a finales del 
siglo XX y principios del XXI, situación que autores como Pablo Raphael 
en La fábrica del lenguaje S.A. postulan es ocasionada por el monopolio 
de las editoriales españolas en Latinoamérica, quienes han homologado el
 lenguaje como parte de un proyecto de estandarización de la lengua, con
 tintes comerciales, suponiendo que el lector carece de inteligencia 
para comprender la riqueza de la lengua.
Aunado a lo anterior, percibimos que el lenguaje tiene otro cambio 
radical en las categorías que emitía para ordenar el mundo. En primer 
lugar, van quedando atrás la función de dividirnos la realidad acorde a 
la división del trabajo, la colocación de nuestro rol en la sociedad y 
la dicotomía moral que ha caracterizado al español, para ceder un 
espacio importante a la incertidumbre y a la edificación de un cuerpo 
conceptual basado en el miedo.
En México, asolado por las sombras del narcotráfico y las ejecuciones 
que vulneran el derecho más elemental a la seguridad y la paz social, ha
 trastocado el universo cotidiano para demostrarnos nuevos patrones de 
conducta, palabras y literaturas marginales que, en conjunto, socavan 
nuestra ilusión de confianza en ese esperanzador mañana con que nos 
arropábamos todas las noches. La credibilidad de las instituciones 
policiales descansa pulverizada, principalmente por las implicaciones 
que tiene con los grupos criminales que gobiernan este país; ahora 
leemos que el Ejército está implicado en nexos con los cárteles de la 
droga, situación que aún deberá demostrarse.
Entonces, ¿quién resulta ganador en este debate sobre nuestra seguridad,
 cuando el Estado demuestra su incapacidad para garantizar la 
tranquilidad de sus ciudadanos? El mercado, indudablemente.
Esa incertidumbre permea en todos los ámbitos de lo cotidiano, alentado 
por las políticas del mercado que vislumbraron un terreno fértil para 
diversificar sus ganancias. Así, el lenguaje del miedo incluye palabras 
como blindado, seguros de vida, cercas electrificadas, cámaras de 
seguridad, empresas de vigilancia, rastreadores, alarmas, entre otros.
Como dijimos líneas arriba, el Estado subrogó esa obligación a las 
empresas particulares, permitiendo que el discurso de la inseguridad se 
convierta en la mejor forma de promocionar los artículos de defensa 
personal y terminar de demoler las paredes de la Esperanza, sembrando 
las raíces de la incertidumbre y la paranoia a niveles inconcebibles.
A la par, la literatura marginal, como las narconovelas, dan cuenta del 
nuevo modelo de lenguaje que opera en lo cotidiano. Las estrategias de 
defensa ante los tiroteos, programas especiales implementados en las 
escuelas, similares en Estados Unidos, ante un posible ataque nuclear, 
están retratados en los nuevos libros que abordan el tema del miedo.
Un fenómeno similar ocurre con los investigadores en el terreno del 
ensayo, en el cual vemos los estantes de las librerías abarrotados sobre
 los fenómenos de las ejecuciones, las biografías de los grandes 
cárteles del narcotráfico, de los capos, hipótesis que dan cuenta de los
 orígenes de los mismos; también, están esas historias paralelas, sobre 
el tráfico de seres humanos, la migración, la pornografía infantil, 
secuestros, extorsiones y amenazas, todo un universo de palabras que nos
 explica el origen del miedo, más no la forma de erradicarlo.
El lenguaje del miedo tiene raíces más profundas que las evidentes, en 
la modernidad soñábamos con un futuro prominente, en el progreso, en la 
razón como arma para cincelar un camino exitoso. Hoy, en la 
posmodernidad, el futuro dejó de contarse en años para instalarse en el 
presente, en ese placer mundano y fugaz, pero inaplazable, porque hemos 
descubierto que las grandes promesas de trabajo son humo y espejo y que 
la violencia carece de lógica.
El destino, ese plan trazado con antelación por las fuerzas divinas o 
nuestras manos, sólo lo podremos alcanzar, si nuestro chaleco antibalas 
tiene la resistencia marcada en la etiqueta. 
            
          
        
        
         
         
 
